Redes sociales y banalización del malestar psicológico.

Matías Lo Mastro
8 min readJul 8, 2021

Desde hace un tiempo, en las redes sociales se volvió muy común encontrar diversas expresiones de malestar psicológico. Por supuesto, en un contexto como el que estamos viviendo, eso puede verse como algo absolutamente normal: es normal sentir confusión, inestabilidad, tristeza y un largo etcétera. También es normal que muchas personas hayan comenzado a vivir ciertas experiencias psicológicas que antes no experimentaban, como el insomnio, la ansiedad desmedida y hasta ataques de pánico. Y tener en la palma de nuestra mano una herramienta cargada de opciones para volcar nuestras emociones, sentimientos y vivencias hace que, en ocasiones, queramos buscar un espacio de expresión o de descarga para todo aquello.

Ahora bien, a pesar de que estamos hablando de algo esperable, las redes sociales son un medio que está predeterminado a funcionar bajo una lógica que condiciona nuestra manera de percibir las relaciones sociales y los sentimientos de los demás. Estamos hablando de un ámbito en el que reina la imagen, donde todos construimos una imagen de nosotros mismos para ser presentada ante la mirada de los otros y donde estamos constantemente expuestos a esa mirada. La lógica subyacente de estas plataformas podría pensarse como una enorme red de sujetos que buscan el reconocimiento de su deseo en el deseo de los otros –lo cual se materializa en el botón de like– y que, para ello, construyen imágenes ideales de sí mismos a través de los distintos mecanismos que la plataforma ofrece. Son redes de deseo de deseo y de poses que van formándose en la interacción mutua y obligatoria con los otros.

Un psicoanalista podría decirme que la vida misma se trata de eso, y quizás tenga razón. Pero en nuestra vida cotidiana no existe el botón de like, ni el de compartir o el de retwittear: la imagen que construimos ante los otros no tiene la repercusión que puede tomar a través de la cadena de representaciones e identificaciones que se forma en las redes. Lo que digamos de nosotros mismos, la importancia que le demos a lo que nos pasa y todo lo que volquemos en nuestra imagen, solo va a chocarse con un grupo reducido de personas conocidas. No va a tener el peso suficiente para provocar un lazo significativo de identificación colectiva ni va a servir para que otros continúen construyendo su imagen desde esa identificación.

Pero en las redes sociales, a partir del deseo implícito de reconocimiento que inevitablemente necesita de la alimentación constante de nuestra imagen, la repercusión que puede tomar lo que una cuenta publica es descomunal en comparación con lo que sucede en la “vida real” (si todavía se puede seguir hablando de ella como algo separado de la “vida virtual”, cosa que dudo). Porque cuando alguno de los receptores siente que esa representación es acorde a la imagen que quiere dar, tiene la posibilidad de compartirlo ante los otros y de allí nace una potencial cadena de representaciones que, en muchos casos, termina siendo masiva.

En sí misma, la lógica que estoy describiendo no es negativa ni maligna. Esto no es un manifiesto en contra de las redes sociales, porque entiendo que su lógica es simplemente la de un sistema como muchos otros en los que estamos inmersos. De hecho, la gran mayoría de las veces esto no tiene nada de malo: compartir un meme, retwittear algo ingenioso o likear un chiste no son actos inherentemente perjudiciales. Pero a posteriori pueden serlo. Y lo que trato de advertir con esto es que, en las redes sociales, el vínculo entre la identificación colectiva con algunas imágenes y la construcción de sentido común sobre ciertos temas a partir de ellas se vuelve algo delicado.

¿Qué pasa cuando el humor es constantemente utilizado como mecanismo de defensa para evadir las emociones o los sentimientos de malestar? ¿Qué pasa cuando la expresión del malestar psicológico tiende a la exageración con el fin de quitarle su peso real? ¿Y qué pasa cuando a esto le sumamos la posibilidad de ser compartido de forma masiva y generar identificación colectiva? Suele pasar, como vengo notando últimamente, que comienzan a banalizarse ciertos problemas de salud mental o a patologizarse ciertas experiencias psicológicas que no son para nada anormales. Hacer memes para ponerle humor a la ansiedad, la depresión, los ataques de pánico o la ideación suicida, bajo esta lógica, no es algo inocuo. Expresar emociones absolutamente normales llevándolas al extremo de lo patológico para darles un efecto humorístico o simplemente para dar una imagen autodestructiva, tampoco.

Con esto no quiero decir que no haya personas que realmente sufran los problemas que acabo de nombrar. Y, como señalé, puede que el humor sea una excelente herramienta para exteriorizarlos o evadirlos, alivianando su carga. Pero la forma más sana de lidiar con eso, en realidad, sería buscar ayuda profesional y empezar a entender de qué se trata lo que estamos sintiendo, conocernos a nosotros mismos y construir nuestra propia cura a través del esfuerzo por cambiar aquello que nos está afectando. O, si se trata de un problema en el funcionamiento orgánico del cerebro, recibir la medicación adecuada para tratarlo, indicada por un profesional de la salud.

Decir esto sin tener en cuenta las condiciones materiales de cada uno de nosotros sería, cuanto menos, ofensivo. Lamentablemente, en nuestro país el ámbito de la salud mental todavía no tiene la importancia que debería tener. ¿No es sorprendente que en una coyuntura histórica crítica, como lo es esta pandemia, el gobierno no haya impulsado una sola política pública referida a la salud mental de la población? Lo único que ha hecho es extender una serie de “recomendaciones” para el cuidado de la salud mental, dejando todo librado a la responsabilidad individual y el apoyo colectivo entre pares. En este ámbito, la lógica del neoliberalismo sigue funcionando de la forma más patente.

El derecho a la salud que el Estado garantiza debería concebirse de forma integral: debe superarse esa falsa dualidad entre cuerpo y mente que venimos arrastrando desde hace siglos, instalada tanto en el sentido común como en muchos espacios profesionales y académicos; debe comprenderse que no puede existir una separación entre la salud mental y la salud del cuerpo, menos aún si esa separación implica una jerarquía. Los problemas de salud mental y las enfermedades mentales repercuten de forma insidiosa sobre el cuerpo y disminuyen la calidad de vida tanto como las enfermedades asociadas al mal funcionamiento del organismo. En un país plagado de psicólogos, psiquiatras y terapeutas de todo tipo, todos deberíamos tener el derecho real –porque formalmente ya existe, aunque no esté realmente garantizado– de acceder a un profesional que nos ayude a conocer lo que nos pasa y que nos diagnostique con un criterio adecuado.

Todo esto está tan instalado en el sentido común que, como sucede con todo lo que germina allí, las redes sociales continúan naturalizándolo de la peor forma. ¿Alguna vez vieron un meme que se ría del cáncer, la diabetes o la discapacidad motora? ¿Alguna vez leyeron un tweet sobre alguien que celebra tener una discapacidad o ironiza sobre una enfermedad relacionada al cuerpo? Es probable que no. Y es probable que, si alguien lo publica, la mayoría de los usuarios lo denuncien y sea retirado de la plataforma. ¿Por qué no sucede lo mismo cuando alguien hace un meme sobre la depresión, la ansiedad o los ataques de pánico? ¿Por qué hay tantos tweets de gente ironizando con estos problemas? ¿Por qué tanta gente los comparte y construye su imagen haciendo humor con eso? El efecto negativo que tienen estas expresiones, aunque pase desapercibido y pueda sonar a que estoy exagerando, me parece preocupante. Sobre todo cuando tenemos en cuenta que perpetúan desde el sentido común ciertos paradigmas que nos afectan a todos como sociedad.

Por un lado, al banalizar estos problemas y utilizarlos para construir una imagen en redes sociales, se produce una tendencia colectiva a generar identidad con problemas que no siempre están relacionados con lo que realmente nos está pasando. Quizás una persona que tiene ansiedad leve y no conoce de qué se trata, comienza a auto-patologizarse y supone que tiene un cuadro de ansiedad generalizada. Quizás una persona con ideación suicida supone que es algo normal, que es hasta gracioso y que nos pasa a todos en algunas situaciones. O quizás una persona que simplemente está sufriendo la tristeza normal de un duelo supone que tiene depresión. Esto contribuye a reproducir un paradigma de patologización individual: un efecto muy fácil de producirse cuando el desconocimiento sobre lo que sentimos encuentra una representación compartida sobre la que asentarse.

Por otro lado, esta patologización individual en el contexto de la sociedad capitalista de consumo en la que estamos viviendo también favorece el crecimiento de la medicalización: patologizar todo el tiempo ciertas emociones o sentimientos no-patológicos debido al desconocimiento de su causa, produce una percepción negativa de nosotros mismos y nos hace pensar que estamos mal, que tenemos un problema. Y la manera más fácil de solucionarlo, por supuesto, es a través del consumo: si no nos sirve distraernos con las redes sociales y las decenas de plataformas de entretenimiento existentes, podemos consumir ansiolíticos y antidepresivos, que nos van a solucionar el supuesto problema inmediatamente.

No solo preocupa que estos medicamentos –que no son de venta libre– muchas veces puedan conseguirse fácilmente por fuera de su circuito comercial (lo cual conduce a los enormes peligros de la automedicación), sino que el tándem patologización-medicalización también está funcionando dentro del mismo ámbito profesional de la salud mental. El remolino de confusión en el que se ve inmerso el paciente, alimentado por la vorágine depredadora del capitalismo de consumo que nos carcome la mente constantemente, produce que muchos profesionales de la salud mental diagnostiquen condiciones patológicas a personas que en realidad no las tienen, para luego concebir una solución mediada por el consumo de medicación, cuando el paciente podría sanar simplemente con psicoterapia a través del conocimiento de lo que le sucede.

En conclusión, simplemente busco advertir cómo la naturalización del malestar psicológico en el sentido común, a través de los fenómenos de identificación colectiva y reconocimiento de la imagen que se producen bajo la lógica de las redes sociales, tiende a la perpetuación de ciertas prácticas individuales, sociales y médicas que son altamente perjudiciales para la salud mental. En casos extremos, esto lleva a la romantización de lo patológico y a la construcción de la imagen propia a través de ella: es el caso de aquellos que muestran una imagen autodestructiva ante los demás con el fin de llamar la atención. Sea por el motivo que sea, deberían evitarse ese tipo de conductas. Y aunque no lleguemos a esos extremos, todos deberíamos reflexionar sobre la imagen que construimos en las redes sociales y las implicancias que pueden llegar a tener en los demás cuando su contenido banaliza cuestiones que no deberían ser tomadas de esa manera.

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